Miguelitos

Se me ocurrió que podría escribir una poesía justo cuando las palabras se me venían todas juntas, esa sensación de libertad instantánea que pareciera que finalmente lo vas a poder expresar todo y no. Parece tan fácil escaparle a las ataduras (¿cuál es el género de lo real?) y a las estructuras a veces: esas malditas piezas de rompecabezas que hacen que nos inclinemos ante el edificio macizo del lenguaje. Pensaba, mientras trotaba por la calle, en una poesía que empezara más o menos así: arrojo miguelitos al asfalto para herir a los autos. Y rápidamente, qué mal me suenan alto y autos, y cambio, entonces, por calle. Queda: arrojo miguelitos a los autos para herir a las calles. Pienso. Qué sentido tienen las calles heridas por esos escorpiones del asfalto siempre listos para la guerra. Qué sentido tienen sino para cobrársela a algún hijo de puta que te tira el auto encima. ¿Dónde están las caballerizas? ¿A dónde fueron a parar los guardianes del buen orden? Vuelvo a buscar en el mismo origen: se puede bordear lo inexpresable, ¿se puede? Plantarle un cerco a ese hueco miserable de lo real, ¿se puede? Otra vez: arrojo miguelitos a las calles para herir a los autos. Y sigue lo que serían un montón de palabras sueltas: rieles, plataformas, coincidencias, encuentro, esquina, rubia, yo. Va de nuevo: Yo arrojo miguelitos a la calle para ver/ la herida. La zanja abierta por donde caminé ayer y vi pasar los autos fúnebres con el muerto que es mi padre, sí, mi padre, y se lo llevan. Yo lo llevo. Lo cargo sobre mis hombros como mis hijos cargarán alguna vez mis cenizas. Esa es la ley de la vida. Quizás por esta misma calle en la que yo hablé con mi padre por última vez me transporten mis hijos. Como cuando yo por primera vez hablé como padre y no sentí dolor sino alivio. Un dolor que no era sino alivio.