Plazas

1. De un caño roto sale un chorro de agua que inunda parte de la plaza de Israel. Tres chicos en bicicleta atraviesan esa cortina acuática, mojándose; el calor es insoportable. Otro grupo de chicas los observan sentadas sobre el mástil sin bandera, frente al árbol de hojas redondeadas que está en el centro de la Estrella de David, la forma arquitectónica del lugar. La placa de hierro clavada a la pared de lajas es igual a la de cualquier otra plaza de la ciudad salvo por las manchas de aerosol violetas y azules.
Los chicos vuelven pero esta vez armados, y cuando pasan por el lado de las chicas descargan un arsenal de bombuchas como si fueran metralletas, ellas corren inseguras por los muros de la plaza como si recorrieran las puntas filosas de un hexágono; se cubren entre ellas, ahí arriba, entregadas a la buena puntería de los varones.
Uno de los chicos se baja de la bici. A paso firme se acerca a donde están las chicas abrazadas, hechas un ovillo; se acerca casi hasta la distancia de su brazo, y entonces, sin dudarlo, baja la mano y la asienta sobre el culo de una de ellas hasta que la bombucha estalla.

2. Las plazas de Córdoba son plazas de cemento, grandes cantidades de cemento como si no bastaran el asfalto ni las veredas, las casas o los canteros que esconden las flores. Los árboles son un alivio; el pasto, por lo general, grandes manchas marrones que indican donde los chicos juegan al fútbol o andan en bicicletas.
A las tres de la tarde lo último que piensa aquel hombre que está cruzando la plaza es que caerá fulminado al piso y, efectivamente, así sucede, no puede mover el brazo, apenas alcanza a ponerse boca arriba. Hay restos de botellas rotas a su alrededor. Las piedras se le incrustan en la espalda como clavos. Las ramas de los sauces dan latigazos al vacío aunque el viento es, prácticamente, una brisa inexistente.
Los dos muros de hormigón que bordean el circuito interior de la plaza impiden que cualquiera que pase por la Menéndez Pidal o la vereda vea al viejo tirado. La plaza se ha convertido en una trampa perfecta. La transpiración le moja el cuello de la remera, la saliva se le pega entre las comisuras y respira entrecortado. A su derecha, sobre una de las paredes, ve un dibujo extraño, dos manos negras saliendo por encima de una nube de humo gris; debajo, los restos de una ciudad en llamas.

3. Si por mí fuera, dejaría ahora mismo el auto, y me pondría a jugar al básquet en esta cancha solitaria con un sólo aro en pié aunque tambaleante y torcido. Pocas plazas tienen canchas de cemento para jugar, menos que menos una como ésta, con un animé pintado en el piso que contagia una sensación de vuelo en cada salto, como si el instante del ascenso y descenso durara una eternidad. Enciendo un cigarrillo, arrugo la caja vacía y me la guardo en el bolsillo porque no encuentro ningún cesto donde tirarla. Después me avivo y la saco de nuevo y hago el primer lanzamiento de tres. Fallo. Voy de nuevo, ahora de más cerca. Bien, acierto. No me siento mejor ni distinto.
Me pregunto por qué no viene nadie. ¿Será muy temprano? Espero en la hamaca, hay tres sillas sanas y una colgando de la cadena. Me empujo despacio al principio, después más fuerte. Los autos que pasan por la Victorino parecen subir y bajar, aunque, obviamente, el que sube y baja soy yo sin ir a ningún sitio. Un chico más chico se sienta a mi lado. Capaz que piensa que soy un idiota hamacándome de la forma que lo hago así que paro. Le pregunto donde vive y señala una casa de ladrillo visto. Le pregunto si le gusta el básquet y niega con la cabeza. ¿Y la hamaca? Tampoco ¿El subibaja o la trepadera? Ninguna ¿Y el tobogán? La respuesta es siempre la misma: no. Le pregunto si quiere jugar al básquet y me responde que no tenemos pelota. La imaginamos, le digo. No se puede. Cómo que no. Mirá. Y me pongo de pié y hago un lanzamiento que es, técnicamente, correcto, con las puntas de los pies quebradas hacia adentro, los talones sin separarse nunca del suelo, extiendo las rodillas al mismo tiempo que flexiono los codos, mirando el aro por debajo del triángulo formado por los antebrazos, utilizo las muñecas para darle el envión preciso y terminar lanzando con los dedos la pelota que raspa la red sin rozar siquiera el aro. ¿Viste? Qué tirazo, ¿no? No, yo no vi nada.


(publicado en la revista Matices, marzo, 2009)

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