Puentes

1. En un bebedero me mojo la nuca, el agua tibia. Nubarrones espesos, azules, avanzan desde el sur. Once y cuarto. Primera vuelta recién, aunque los músculos ya me pesan. Extiendo la pierna al máximo sobre un banco de cemento. El ardor me sube desde la pantorrilla. Cambio, la otra. Ahora aductores. Tres caballos, atados con cadenas de sus patas, se desplazan dentro del perímetro del río. Las crines largas, con la cola espantan las moscas. Uno tiene una mancha gris en el lomo como si se hubiera quemado, el pelo demorado en crecer. Me ajusto bien los cordones. Cruzo la calle. Dos tipos en moto pasan con una bandera celeste, hacia Alberdi. Camino por la vereda ancha del puente Tablada. Barandas verdes, de hierro, escritas con monedas o llaves. Abajo el río, marrón, apenas tapado por la copa de los árboles. Los árboles nacen en la ribera del río. Sobrepasan la altura del puente. Un policía coloca en hilera unos conos naranjas en medio de la Octavio Pinto. Otro lleva una carpeta debajo del brazo, camina hasta la punta y detiene un taxi. No oigo lo que dicen pero la cara del taxista habla por si sola.

2. El olor es a río y a agua estancada. En los desagües se juntan las algas, musgo negro adherido al suelo. Me digo que tengo que prestar más atención al camino, cualquier descuido puede salirme muy caro. Una torcedura, por ejemplo, me dejaría afuera del partido el sábado. El cielo, en las sierras, es una paleta de colores, aunque no se oyen truenos todavía. Ramas, botellas y bolsas de basura flotan sobre las márgenes del Suquia. Contra uno de los muros leo: La banda del puente. Relajo las piernas. Troto. Hay un asiento de colectivo en medio del pasto, el cuero roto en los apoya brazos. Debajo del puente vive alguien. Hay olor a fuego, ropa tendida, un colchón de goma espuma tirado. Un viejo pasa a mi lado en bicicleta. Como si hubiera perdido el control, dobla en la esquina, hacia el puente. La bici se le engancha en el guardarail y cae al piso.
¿Está bien, señor? Deme la mano.
Gracias, pibe.
¿Podés con la bici? ¿Seguro?
Sí, se trabó el pedal. Pero ya sale. Esta bajada es infernal. Encima el piso está lleno de huecos.

3. Subo con el último respiro. La vista es amplia, alcanza gran parte de la costanera. Abajo, la tierra es colorada, con formas moldeadas y redondeadas por donde el río se abre paso. Hay un muro de hormigón como si fuera un acueducto mal construido atravesando el río. Una cascada. Espuma. Cruzo el puente. El piso tiembla cuando pasan los colectivos. Tres chicos en malla se tiran al agua. Serán unos siete metros desde el puente. Uno se queda arriba mirando.
¿Es seguro?
¿Qué?
Que si es profundo.
See.

4. La mugre pareciera acumularse en los puentes, en los pilares de los puentes. La crecida es inminente, aunque el cielo por estos lados sigue despejado. Hay una cancha de bochas vacía. No hay cosa más triste que una cancha de bochas vacía. La fatiga ahora en los talones. Me aprietan las vendas en los tobillos. Ya falta poco, pienso. Hasta el próximo puente. Tres perros se revuelcan en el pasto. Cuando paso cerca, dejan de jugar y me ladran. Los espanto con gritos. Me sacan los dientes y apuro el trote. En la Sagrada Familia el semáforo no funciona. Un chico está pescando. Me acerco.
¿Y, hay pique, loco?
Recién llego.
¿Qué se pesca acá?
Moncholo.

5. Desde el puente Turín el río pareciera desorientado. Como si no pudiera afirmarse en cuál dirección corre el agua. El puente divide riqueza también. Pobreza. Un monte de desechos cae desde lo alto de un cerro a la costa del río. Enfrente, la Universidad del Medio Ambiente, la que, supuestamente, iba a ser la Universidad del Medio Ambiente. Una reserva natural privada. Casas con ventanales que dan al río. Un grupo de personas se amontona en la esquina. Una camioneta de la CAP estacionada. En el centro, dos chicos hablan ansiosos, mueven las manos. Caras pálidas.
¿Qué pasó?
Parece que les quisieron robar.
¿Dónde?
Acá mismo. Salen por debajo del puente como topos. Les tiraron dos tiros.
¿Y les robaron algo?
Creo que no.

6. Doce y media. Un chico intenta desatar al último de los caballos. Los otros dos están aparte, atados de la rama de un árbol. La cadena se le ha enganchado en una planta espinosa, tiene la pata lastimada con sangre. Camino. Las manos cruzadas en la nuca para tomar aire. El chico tira de la cadena pero el caballo no se suelta. Un trueno. Que no sea piedra. El chico le cruza una soga por el cuello e intenta sacarlo a la fuerza. El caballo no se mueve. Las primeras gotas son gordas, espaciadas. Una mujer se acerca a donde está el chico. Levanta una rama del suelo y le pega en el culo al caballo. El caballo salta encima del arbusto y logra salir. Yo vuelvo al auto. Las abdominales quedarán para otro día. En cualquier momento se
larga la tormenta.

(Publicado en la revista Matices, diciembre, 2008)


Rafael Nuñez

1. Son 25 cuadras. Tres kilómetros exactos marca mi auto. Estaciono y bajo.
¿Te lo cuido?
¿Cuánto me vas a cobrar? Porque voy y vuelvo.
Lo que tengas.
Bueno, dale. Veo que tenés mucho laburo.
Yo tengo esta cuadra nada más.
¿De noche también?
No, de día nomás.
¿Y hace cuánto que laburás acá?
Uf, mucho.
¿Tuviste problemas alguna vez?
Nunca. A mí la gente del barrio me conoce bien. En verano yo le cuido la casa a los del frente. Me dejan la llave de la reja, viste. Les prendo las luces, les corto el pasto.
¿Y nunca un robo?
Nunca. Piñas sí, viste, pero robos no. Estoy invicto.
Contame una.
Uh, a ver. La semana pasada, uno que estaba saliendo. Le hago señas de que espere, viste, y el boludo no me lleva el apunte. Una vieja que venía se lo comió. El tipo se bajó y me embocó a mí.
¿Y qué hiciste?
Nada, me tapé y salí corriendo.
¿Y qué fue lo máximo?
¿Lo qué?
Lo máximo, así, lo más groso.
Ah, al chico ese que apuñalaron, ¿te acordás? No me lo olvido más. Justo ese día me tocó a la noche. Se apoyó contra el capó de un auto, viste, y yo lo iluminé para correrlo, se agarraba la panza así, con las dos manos. Cuando me acerqué veo las tripas afuera. Lo aguanté hasta que vino la ambulancia. Después me enteré que sobrevivió. Tuvo suerte a pesar de todo, a pesar de que le abrieron la panza con una botella.

2. Fue en esta esquina, estoy seguro, acá nos sentamos a tomar un helado. Sí, en esta pirca. Ella pidió un cucurucho, frutilla y tramontana. Yo dulce de leche. La avenida estaba cortada para una maratón y me resultaba extraño verla vacía, sin autos. En un momento ella me pidió que le sostuviera el helado y se sentó en el medio de la calle, con las rodillas cruzadas, el pelo sobre los hombros. Así la recuerdo: mirando el sol con los ojos entreabiertos. Yo tenía 12 años, me acuerdo, y quería ser mayor, pensando que la gente mayor se animaba a decir las cosas que los chicos no.
Disculpe señora, estoy buscando una heladería por acá cerca.
No, m´hijo.
¿Cómo que no? Había una. Tenía un jardín con flores, asientos de madera.
Pero eso fue hace mucho.
¿En serio? ¿Tan viejo estoy?
No, querido, ahora las cosas envejecen más rápido, es todo.

3. La subida es lo más pesado. La estatua del General Paz que siempre confundía con San Martín acecha la ciudad. Una vez fuimos al parque con dos suizos. Hablaban chileno porque habían aprendido castellano en Santiago y decían polola en lugar de novia, al tiro en vez de al toque. Compramos un cajón de cervezas y llevamos una guitarra y aquella noche conocimos el corazón del parque. Mientras charlábamos y cantábamos, de pronto, escuchamos un estruendo. Fuimos a ver. En medio de la avenida encontramos un auto tumbado. Había un hombre sentado en la vereda, una gota de sangre le caía por la frente y le cruzaba la cara. Me acerqué y le pregunté si estaba bien. Me dijo que sí. Que se distrajo pero que ahora estaba bien. Tenés un cigarrillo, me preguntó.

4. Hace calor a la siesta. La avenida respira el aliento de los hinchas. Colectivos repletos, banderas albiazules, bocinazos. Busco un kiosco de diarios.
¿Cuánto es?
Cinco pesito, jefe.
¿Otra vez subió?
Y el papel, jefe.
La revista también. Le puedo hacer una pregunta. ¿Hace cuánto que trabaja acá?
Sabe los años que tengo yo acá.
¿Y qué fue lo más extraño que vio?
Accidentes, pibes muy golpeados. El lunes una camioneta chocó contra ese poste, ese que tenés atrás, y decí nomás que sino, me quedaba sin laburo.

5. La primera cerveza la tomamos en la Rafael Núñez. Caminábamos de noche por la avenida. Desde el nudo vial, más o menos, que entonces no existía −nuestra única referencia era Neverland− y de ahí a La Precedo. Cortamos naranjas de un árbol y Franco y Guillermo se cruzaron al otro lado e hicieron el primer disparo. Lo naranjazos me pasaron cerca. Pero al ratito empezamos a correr. Un patrullero pasó con las luces encendidas y nos siguió un par de cuadras o eso pensamos nosotros, que nos buscaban, y por eso nos escondimos; aunque después aparecimos en la Victorino Rodríguez y vimos las corridas. Un policía con la pistola levantada disparó dos tiros al aire. Las patotas se dispersaron. Los que estaban trenzados en el piso se separaron. Uno de seguridad alcanzó a tomar a un chico del brazo y éste le metió un tortazo que lo tiró al piso. Después lo frenaron y se lo llevaron de los pelos. Aquella noche no entramos a La Pepa. Nos quedamos en un kiosco y compramos nuestra primera cerveza.

6.

Un cortado, por favor.
¿Chico o en jarrito?
Jarrito.
Muchas gracias. ¿Y, qué me dice?
Ganamos seguro.
Mire que no juega el pibe nuevo ese, ¿cómo se llama?
Salmeron. No importa, ganamos igual.
Quedamos punteros, ¿no?
A dos puntos.
Che, qué quilombo este de los bancos.
Y era lógico, tarde o temprano tenía que explotar.
Bueno, no sé si para tanto.
Es así, viejo. Lo peor es que la vamos a pagar siempre los mismos.
Tengo una pregunta para usted, a ver si la saca. ¿Quién fue Rafael Núñez?
Ah, me mataste. Un pintor, creo.

7. El agua recorre los cordones empedrados. Una señora baldea la vereda de una casona que ahora funciona como clínica. La Rafael Núñez también podría ser un río. Salimos del video club y la tormenta no paraba. Decidimos volver igual, como fuera. Había dos taxis estacionados en el súper, ambos nos hicieron negativas con las manos. Caminamos por los canteros, con los zapatos colgando y los pantalones arremangados. No éramos los únicos a los que el agua había sorprendido. Debajo del video club, en el estacionamiento, un tipo intentaba encender su coche pero el agua ya le llegaba hasta la puerta, le había tapado el caño de escape. Se cortó la luz y quedamos a oscuras en la avenida más iluminada de Córdoba. Nos metimos en una cabina del colectivo para taparnos del viento. El agua nos cubría los tobillos.

8. Vuelvo al auto. Fueron 25 cuadras, no sé si tres kilómetros. Busco el frente de la radio debajo del asiento y lo pongo. Con las manos al volante, los dedos arriba, abajo, antes de encender el auto miro por el retrovisor.
Ya me iba, eh.
Pero si estaba allá.
Es chiste. Tomá.
Gracias, loco. Salí tranquilo que no viene nadie.
Che, ¿y nunca lo volviste a ver al tarado ese que te clavó?
Todavía no. Pero dejalo que se aparezca, ya va ver ese culiado.


(Publicado en la revista Matices, noviembre, 2008)

Acerca del significado del miedo y de los sueños




Ayer almorcé con Gary. Un norteamericano de Arizona. Hablamos en inglés, prácticamente, las dos horas que duró nuestro almuerzo. Me contó de sus viajes, hablamos de política y de los norteamericanos y de los hijos. Me dijo una cosa. Cito: “De todas las veces que tuve miedo en mi vida, las primeras ocho, seguro, tuvieron que ver con mis hijos. Los hijos nos enseñan el significado del miedo”. Tomó un cuchillo. Lo apoyó sobre la palma derecha. Y siguió: "Una persona es como un cuchillo. Uno está en la punta, detrás, vienen los otros. Cuando nace un hijo dejamos la punta filosa del chuchillo, y él, nuestro hijo, pasa a ocupar nuestro lugar adelante".

Acerca de las presentaciones de libros y la muy sensible literatura cordobesa




Pablo Natale presentó su libro la semana pasada. y sí, una semana después, cuando lo terminé me contagió su delirio injustificado. me dieron ganas de viajar y de abrazarme al Duende del bosque de Don Otto, en Villa General Belgrano, que se alimenta sólo una vez al año, en octubre, y únicamente de porteños (te quiero R.), ganas de hablar alemán o de vivir en Carlos Paz, que no es lo mismo pero casi. la presentación estuvo a cargo de mucha gente amiga. y juro que Lamberti estuvo atrapado en un televisor. Lamberti puede volverse un personaje muy siniestro a veces. Sobretodo cuando habla de la buena y simpática literatura cordobesa. Es un tipo muy sensible. Como Natale. Un tipo feliz. Inmensamente feliz.

Personas que me gustarían que estén en mi última cena

Si pudiera elegir entre cinco personas para cenar en una última cena, Jim Jarmusch, seguro, sería una de ellas. Del resto, sólo Woody Allen y Soriano tienen una silla asegurada. El personaje de la cara graciosa en Fargo también. Y Cacho Buenaventura y Roberto Benigni, qué dupla... Me pasé. Por uno me pasé. Ojalá pudiera elegir a doce y convidarles una vaca al barro con mucho chimichurri. Un costillar que dure dos días. 72 horas me bastarían.

Primero los presentaría, claro. La mayoría se conoce, creo. Pero al Cacho, quién lo va a conocer al Cacho, pobre Cacho... El Cacho hablaría el inglés de un australiano con la velocidad de un japonés, pero le entenderían. Le diría que se cuente el de la riña de gallos como para largar y entrar en clima. Si el Cacho no los hace reir a estos muchachos me pego un tiro en las bolas.

Una vez me lo encontré en el Gimnasio de Pablo Bifarela, me acuerdo. El gordo había caído con una receta médica de las cosas que podía y no podía hacer. Como le había dado un preinfarto hacía unos días tenía que bajar de peso urgente antes de que empiece la temporada en Carlos Paz. Pablo lo seguía por todo el gimnasio y el gordo se esforzaba, soy testigo, pero apenas se descuidó y se sentó en una banqueta, cagó. Nos reunió a todos los que estábamos ahí, alrededor de unas mancuernas que hacían de fogata, y se pasó dos horas haciéndonos reir gratis. Tengo que admitir que para mí, una persona tan poco aficionada al gym, aquel día fue uno de los más felices. Y que Pablo le prohibió el ingreso y le quitó el pase gratis que le había dado. Pobre gordo.

Jim podría contarnos anécdotas de Auster pero mejor sería organizar otro asado e incluirlo a Paul en la lista para que hable por su cuenta. Jim tiene sus propias historias. Historias de cafés con cigarrillos o de increíbles taxistas en increíbles capitales a increíbles horas de la noche. Un tipo que recibe una carta de un supuesto hijo anónimo y que sale a recorrer su pasado para saber con cuál de todas fue, es una historia digna para contar. Y no puedo imaginarme sino a Bill Murray haciendo de ese personaje solteron, como tampoco puedo imaginarme a otro tipo haciendo de periodista en El día de la marmota. A Jarmusch lo sentaría en la punta de la mesa. Más que hablando me lo imagino registrando cada gesto, cada conversación y no me soprendería descubrirle una grabadora en el bolsillo de su campera.

Como en mi casa sólo tengo cuatro tazas picadas, dos vasos y una copa, a Woody Allen y a Benigni los sentaría juntos y hasta se entenderían y podrían compartir el vaso de vino en caja que siempre tengo listo en la heladera. Benigni y Allen. Woody y Roberto. Roberto Allen y Woody Benigni. Dos caras de una misma moneda. Frases hechas si las hay, aunque no sé si alguna vez alguien la usó para este caso especial. La moneda de dos pesos de Evita que no se consigue. Uno de la Roma, Italia. El otro de la Nueva, York.
Dame dos pesos y te muestro, dice Woody.
Y Benigni saca de su bolsillo una pintura labial y le encaja dos besazos en la frente que ni te cuento.
Cosas tontas como esas, por horas. Dos guazos fantásticos, más creíbles en sus películas que en la vida real. O alguien se lo imagina a Woody Allen cagando, leyendo la sección de espectáculos de la Voz del interior para ver qué dice Peirotti de su última película. O te lo imaginás a Benigni con cara de orto porque le metieron una multa trucha en un control de alcoholemia a la salida del Abasto.

Al tipo de la cara graciosa en Fargo lo sentaría en la falda de Soriano. Un tipo con esa cara sólo podría haber salido de una novela de Soriano. Y encima que tenga siempre el mismo papel de pistolero, buscavidas, mafioso de mediopelo, es casi una coincidencia inexplicable. Tan inexplicable como que Menem y kirchner sean peronistas. Y al gordo me lo imagino tímido al principio, y después de dos vasos agitando para llamar unas gigis. Al tipo de los ojos saltones metiendo un bocadillo a destiempo, repitiendo los chistes de Soriano o dando otra versión desopilante y al final cagándose de risa con esa boca enorme y esos dientes redondeados.

En fin, una noche así vale la pena recordar.

Testigo



Una ambulancia atraviesa la Lugones y se detiene enfrente del I.P.E.F. La gente se amontona. Alguien yace en el piso. Lleva una camisa azul y un pantalón marrón. Los zapatos también son marrones.

–Se tiró, yo lo ví, caminó por la cornisa y se tiró –dice una chica.

O. G no se mueve. La calle parece transformarse en una sola mancha violenta. El pantalón del muerto está roto, tiene dos huecos, y por uno se le ve el culo.

La vuelta al mundo



O. G observa la ciudad desde un vagón. Hierros entrecruzados por una mente igual de entrecruzada. Abajo leones. Dos tigres a los que sólo les ve los ojos brillosos. Una pileta vacía y despintada. Escalinatas, terrazas y antenas.
−¿Qué hace usted acá?
−Miro –contesta O. G
−No puede estar acá, ¿quién lo autorizó?
−Nadie, un segundo nomás, saco unas fotos y listo... Qué chiquito que parece todo, ¿no? Aquel camión, por ejemplo.
El tipo se acerca al abismo.
-Parece una pasa de uva –dice O. G
-Sí, bueno, pero no podés estar acá, vamos, abajo –dice el viejo.
-Mirá allá! El muy cochino la está persiguiendo.
El viejo busca con la mirada. No ve nada.

−No veo nada. Vamos, abajo...


Subte


O. G. espera el subte que lo llevará a Florida. De Uruguay a Florida. Los túneles que recorren la Capital son un laberinto oscuro que las luces de los vagones vuelven amenazantes. Lee el peligro en los rieles y piensa en el suicidio inmediato que significaría si sólo... Una nena lo distrae. La nena le saca la lengua y él le responde de la misma manera. Ella se ríe y esconde la cabeza detrás de su madre.

O.G. asciende de las napas subterráneas por las escaleras mecánicas y, por primera vez, un rectángulo de cielo azul se le vuelve amistoso y lo llena de alegría. Afuera, ve avenidas llenas de baches, cestos rebalsados de basura, calles inundadas y caños rotos. La gente hace cola en la puerta de los hospitales y en las paradas de colectivos, en los bancos hay jubilados al igual que en Córdoba, esperando para cobrar sus aportes.

Padre

Me acuerdo de una vez en La Cumbre. Mi mamá entró con mis hermanos al supermercado. Yo y mi viejo fuimos a caminar por la parte de atrás. Había una plaza. Una hamaca. Un subibaja. Había árboles y asientos, no recuerdo. Mi viejo se sentó en una mesa de cemento, flexionó una pierna y con las dos manos se agarró de la rodilla, dejando la otra pierna estirada a lo largo. Se inclinó un poco y se tiró un pedo extenso y ruidoso. Epa, ¿qué fue eso, hijo?, me dijo. Te cagaste, le dije. ¿Qué? ¿Cómo le habla así a su padre? Te cagaste, repetí. Te cagaste. Soltame, soltame, hay mucho olor.

Mientras esperábamos fui a dar una vuelta, a buscar hormigas, y vi un motorhome realizando maniobras para estacionar. Tenía la puerta abierta. Adentro había una cocina, una cama destendida y una mujer barría el interior con una escoba enana. O la mujer era enana, no recuerdo. Casi al instante un olor nauseabundo, asqueroso, tan fuerte y penetrante, me provocó arcadas. De una parte del piso del motorhome vi que salía un líquido denso, verde y marrón, y se depositaba en la tierra como una gelatina de manzana tibia recién cocinada.

Cuando volví con mi viejo, él dormía sentado en la misma posición de estatua. Cabeceaba y volvía a la misma posición. Me senté a su lado y abrió un ojo. Me preguntó si ya había vuelto mamá. Le dije que no. ¿De dónde viene ese olor?, me preguntó. Y le dije que no sabía.