Subidas, bajadas

1. En la subida hay que regular, retener el aire en los pulmones la mayor cantidad de tiempo, dejar que el oxígeno fluya por las arterias hacia cada parte de nuestro cuerpo. Como si pudiéramos sentir el sabor húmedo del proceso dentro de nosotros, respiramos casi todos a la vez: un gran respirador artificial que inhala y exhala suspiros y silbidos inconstantes y desparejos, algunos más breves que otros. Los del gordo Leo, por ejemplo, son cortos y pequeños, desesperados. Los de Capocha parecen el chirrido de un globo desinflándose. El negro Franco, por su parte, y en armonía con el resto, respira extendida y profundamente.
Si uno se queda lo empujamos hasta que no pueda más y se haga a un lado, las manos en las rodillas, la cabeza gacha como si fuera a vomitar. La parte más difícil de la bajada del Club Teléfono está al final y nos exige un último esfuerzo, sobretodo si al Guille se le ocurre dividirnos de a pares, por igualdad de peso, y nos manda a subir con otro a nuestras espaldas: esa es la peor parte. Se siente en las rodillas. Y se puede ver la transformación que sufren nuestros rostros a la quinta o sexta vuelta: colorados, exhaustos, desfigurados.
Cuando descendemos, llenamos los pulmones a más no poder, y por un momento, quizás, el de la bajada, dejamos de ser aquel nosotros amorfo para volver a pensar como seres individuales. Aprovecho para mirar las estrellas, las luces anaranjadas de la noche, la copa negra de los árboles allá abajo. Pienso en lo grandioso que sería, por un instante, no pensar: olvidarse de quién es uno y no preguntarse más el por qué de las cosas. Todo se resume a esta pendiente empinada que tendré que subir apenas toque otra vez el fondo.

2. La tormenta paró hace algunos minutos y los dos hermanos aguardan ansiosos en el porche de su casa para salir lo antes posible. De botas y piloto azul, cada uno sostiene su barquito de papel bajo el brazo, tapándolo para que no se moje con las gotitas intermitentes que aún no han cesado de caer o como simple prevención, por si a alguno, en especial a Pablo, el más grande, se le ocurre hacer un chiste y zamarrear las ramas de un árbol. Salen por Pelagio Luna hacia La Tablada. Se detienen en la esquina antes de llegar. Acá está bien, dice Pablo. La correntada es una mancha furiosa que sube las veredas y desciende en línea recta a todo lo que da. El primero que llega a Sagrada Familia, gana.
A Germán le tiemblan las manos, y aunque ha preparado su barco teniendo en cuenta casi todos los detalles, pensando en los inconvenientes que pudieran presentarse, está nervioso. Pablo, por el contrario, está muy tranquilo, y a pesar de que acá no podrá hacer valer su edad ni su fuerza, a Germán aquella tranquilidad lo pone más nervioso todavía. En eso, Pablo se arrima a la calle y deja caer su barco lo más alejado posible del cordón. Ya, grita. Germán se desespera. Los dos juntos, dice. No vale. Y cuando apoya su barco en el agua, el de Pablo ya se ha disparado y le ha ganado varios metros. Las reglas son claras: ninguno puede tocar ni ayudar a su barco. El primero que se inunda pierde.
Ambos los siguen bien de cerca. A Germán le encanta adelantarse y esperarlo arrodillado en la vereda hasta que pase, enfilado desde arriba, para empujarlo, tal vez, con la mirada. En ese momento, él no se da cuenta pero Pablo, que está más abajo, ya le cruzó un ladrillo en el trayecto y se ríe para sus adentros. Cuando Germán ve el ladrillo, reza para que su barco no se trabe. Se ha hecho como un remolino, el agua pega en la parte plana del ladrillo y busca salida por los costados. Por suerte, el ladrillo no aguanta mucho tiempo en esa posición vertical y se termina cayendo de manera tal que el agua lo pasa por encima y el barco de Germán también.
Los peores sitios son las esquinas, Germán lo sabe bien, el agua se acumula u otra afluente se suma a la principal provocando olas inesperadas que harían tambalear a cualquier embarcación; o las deformidades del asfalto, una lomada, por ejemplo, donde el agua se amontona, te puede hacer perder varios minutos y en estas carreras el tiempo es esencial.
El barco de Pablo esta cada vez más mojado y pesado. El de Germán, en cambio, por la doble capa de papel que usó para su construcción, se desliza suave y veloz por la superficie. Aún así, no lo ha alcanzado todavía y Germán espera hacerlo en el último trayecto, después de la Pillado, cuando la pendiente se hace más pronunciada.
A Pablo no le quedan muchos recursos para impedir el triunfo de su hermano: su barco inevitablemente se hunde. Así que espera una honesta suspensión de la carrera, por mal tiempo u accidente, la causa que sea, no importa. Y como si su pensamiento lo hubiera llamado, un Gol dobla en la esquina y acelera por el medio de la calle salpicando a los costados. Ninguno de los dos resiste la embestida. Germán se agarra la cabeza: No vale, dice. Yo gané, tu barco se hundió antes. Mentira, contesta Pablo. Los dos se hundieron al mismo tiempo. Además el mío está primero, fijate. Gané yo.

(publicado en revista Matices, mayo, 2009)

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy bueno, loco, muy bueno

kike